Revolución es hacer cada día de nuestro pequeño espacio, un lugar digno de habitar
"La Maldita Máquina de Matar" Pinchevsky/ Medina

miércoles, noviembre 09, 2011

Y amaneció indignada


MIÉRCOLES 19 DE OCTUBRE DE 2011


Quizá fue porque se unieron ciudades de medio mundo o quizá por la mera curiosidad, pero el caso es que el sábado, mientras preparaba los desayunos, entró en la cocina y, con su cara aún inflamada de sueño, me propuso:
—¿Me dejas que te acompañe a la mani de esta tarde?
De sobra sabía la respuesta, como de sobra sabía que yo, aunque fuese a husmear un rato, pensaba acercarme a La Cibeles, y sin embargo casi se arrebata de satisfacción cuando le dije que sí con una sonrisa descreída, porque no me imaginaba todavía qué puñetas podía hacer ella inmersa en una multitud, y menos, cuando tras la siesta, se tomó una media hora para decidir cuál era el conjunto de tejanos, bambas y camiseta que la haría parecer más “indignada”.
Y acertó, claro; estaba tan desenfadada y atractiva como en sus fotos de universitaria. De modo que, por sintonizar con su estampa, cogimos el metro y nos plantificamos en un santiamén en mitad del jolgorioso tumulto. Enseguida nos encontramos con algún camarada de la trashumante tertulia de Moncho Alpuente y con algunos otros amigos, e incluso para hacer más amena nuestra jaranera marcha hasta la Puerta del Sol, nos refrescamos con unas cañitas en el Círculo de Bellas Artes. Y entonces ya fue el acabose, porque, al salir, nos dimos de bruces con lasbatucadas que cerraban el cortejo y ella se despepitó a bailar para mi más completo estupor. Y como estaba visto que no había quién contuviese su súbita indignación, no sólo pisamos la Puerta del Sol, dónde ni de milagro cabíamos, sino que, después, nos quedamos merodeando entre las asambleas que se organizaron a los pies del caballo de Carlos III. En fin, que se lo pasó en grande con su recién adquirida condición de pacifista insurgente. 
Sin embargo, cuando regresamos a casa, cayó en una murria taciturna. Yo lo atribuí al cansancio, pero no, no era eso. Verán, se sentó como arrebujada en el extremo del sofá, alargó una mano pedigüeña y chasqueó los dedos para que le acercase un cigarrillo. Y mientras lo extraía de la pitillera, me miró con esos ojos vidriosos que pone cuando va a desvelarme un remordimiento y dijo:
—Creo que si esos chavales de las asambleas supiesen la mitad de cosas que yo conozco sobre el pufo financiero mundial, no estarían indignados, sino inconteniblemente enfurecidos.

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