Por Jorge Belaunzarán

Atahualpa Yupanqui
Siempre hay una excusa cuando alguien la provoca. Y este genial músico la genera, casi podría decirse, a cada estrofa. Un artista sin par del que hace poco se cumplió un nuevo aniversario de su nacimiento. Atahualpa Yupanqui es uno de esos obligados a estar en el olimpo, si es que el olimpo quiere ser tal.
En cada trabajo se quiere estar a la altura de las circunstancias. Si la circunstancia es Atahualpa Yupanqui, quien esto escribe tiembla. Se siente como aquel que dijo en respuesta a la frase de Albert Einstein de que Dios no jugaba a los dados: y quién es Einstein para saber a qué juega Dios. Pues bien, como estar en un sueño con alguien admirado y no ser reconocido: gran frustración si ni siquiera en el propio sueño se puede convocar una palabra del admirado.
Del folclore escuchado, que por supuesto no es mucho, y es más bien muy poco en proporción a otros géneros más contemporáneos, Yupanqui es quien hace agarrar de las paredes por miedo a que la estantería interna no quede en pie. Escucharlo es reconocerse, y eso lo consiguen demasiados pocos artistas, del género que sea, y por lo general en forma excepcional. Yupanqui es una especie de Beatles (sí, todos juntos), de Lennon, si se prefiere: alguien que no se puede escuchar de continuo; se corre el riesgo de quedar en retiro voluntario. Para escucharlo, disfrutarlo entero y ver si se produce el milagro de ser alguien lo más cercano posible a lo que se soñó alguna vez, que entre otras cuestiones es reconocer que ese sueño es más bien ajeno: nadie que se conoce en buena ley es capaz de exigirse tamaña tarea. Es como dicen que se puede ser todos esos libros que ayudan a vivir y que toman enseñanzas de ancestrales culturas cuyo éxito lo confirma su perdurar en el tiempo.
En cambio Yupanqui es (era) de Pergamino, provincia de Buenos Aires, a 222 kilómetros de la ciudad capital del país, por donde se cree que pasa todo lo importante, o al menos así se vive y se intenta imponer al resto de los mortales argentos, so pena de enojarse si no se someten. Desde chico viajó por todo el país: su padre, de origen indio, trabajaba en el Ferrocarril, y a cada traslado embarcaba a toda la familia; su mujer, de origen vasco, ponía a la prole en orden para los cambios de residencia. “Soy hijo de criollo y vasca; llevo en mi sangre el silencio del mestizo y la tenacidad del vasco”. Haría, con esos dos elementos, todas las combinaciones posibles, que son muchas, según las cantidades de cada una que se ponga. Y él, que nació el 31 de enero de 1908 como Héctor Roberto Chavero, descubrió la sabiduría del silencio, al que impuso, en la música y la lírica argentina, con un decir tenaz, ese imperio que brota del alma al que cualquier intento de aplacarlo es peor que la muerte.
En esos viajes, además de los hermanos, lo acompañaron los libros. Dice que en uno de esos traslados descubrió a Nietzsche. Quién lo diría, tan criollo que resulta. De ahí debe ser que los que saben dicen que el saber y el conocimiento es universal y acumulativo. Acaso por eso Yupanqui nunca desmereció ninguno, trató de conjugarlos la mayor cantidad posible.
Dicen que de Nietzsche sacó la idea de que es el silencio el que revela y descubre, especialmente a uno mismo, y no el episodio sonoro (que la música no es sonido cuando se la hace como él, obvio). Un pasaje, podría decirse, un estado en el que la verdad es irrefutable, y queda marcada de tal manera que ya nada la puede revocar.
Escuchó mucho Yupanqui. Acaso fue lo mejor que hizo. Más que decir. Como decía Borges, que prefería ser definido por buen lector a buen escritor. Y dicen que luego de descubrir a Nietzsche, o al menos algo de lo que él dijo, decidió cambiarse el nombre, y así, con la intrepidez casi iracunda de un joven, a los trece años pasó a ser Atahualpa Yupanqui, los nombres de los dos últimos dos grandes caciques indios incas que los conquistadores dejaron en pie. “El que viene de lejos a contar algo”, significaba su nuevo nombre. Y así lo hizo.
Y a poco de hacerlo, descubrió un sentir que le llevaría un tiempo poner en palabras: “Errar, muchos han errado/ porque es ley no superada/ la vida no nos da nada/ presta a interés usurario/ Y el que piense lo contrario/ verá su dicha embargada.” (Pa’ alumbrar los corazones, de Preguntan de dónde soy, 1969).
En ese andar por el país fue entendiendo lo que había que entender, para decirlo sin igual, para ser como esa figura que lo encandiló de chico: el escuchado. “El hombre que tiene muchos silencios, que se maneja con doscientas ideas y veinte palabras. No habla más por día. Tiene espacios de silencio infinitos, cargados de cosas. Como el "escuchado " tiene prestigio, se atienden sus sobrias pero profundas palabras".
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