El escritor no brilla en ninguna de las estrellas del Paseo de la fama que se dedican a otros personajes, incluso de ficción, pero dejó su estela de poeta maldito en la urbe donde llegó con sus padres desde Europa y padeció la violencia paterna y la falta de amor. Una deriva desangelada por Hollywood y más allá.

Ni una puta estrella tiene Charles Bukowski en el Paseo de la fama. En el vanidoso Hollywood Boulevard hay estrellas dedicadas a la rata Mickey Mouse, a los músculos de Schwarzenegger y al tirano Donald Trump. No brilla en sus veredas ningún astro para el poeta maldito de esta ciudad desangelada: Los Ángeles del infierno.
“Demasiado grande / Demasiado sol / Demasiada gente / Demasiado calor / Demasiados coches / Demasiada desesperación / Demasiada basura / Demasiada violencia / Demasiada nada”. Lejos del glamour y la careteada hollywoodense, Bukowski en sus libros echó luz sobre el lado oscuro de Los Ángeles. California Dreamin’, pesadilla a secas del húmedo sueño americano.

Bukowski era un antropólogo experto en antros, en los laberintos de las autopistas siempre abarrotadas, en la dignidad –y la soledad– de los nadies. Laburantes, marginales, prostitutas, borrachos, poetas. Los feos, sucios y malos. Gente rara, quebrada y sin embargo luminosa. Escribe en Fragmentos de un cuaderno manchado de vino: “Los Ángeles está llena de gente muy extraña, créanme. Hay muchos ahí afuera que nunca estuvieron en una autopista a las 7:30 de la mañana, ni le dieron una piña a un despertador, o siquiera tuvieron un trabajo, y no intentan tenerlo, o no pueden, o no quieren, o se morirían antes de vivir de una manera común. En algún sentido, todos son genios a su manera, peleando contra lo obvio, nadando contra la corriente, volviéndose locos, fumando porro, tomando whisky, arte, suicidio, cualquier cosa menos la ecuación común. Va a pasar mucho tiempo antes de que nos borren o de que acaben con nosotros”.

El East Hollywood apesta. La barriada must de las guías de turismo suda la gota gorda a principios de junio. Una manada de japoneses posa con un Capitán América fugado de un trencito de la alegría. Esquivo dealers de tours y marihuana cerca del Teatro Chino, también mucha gente sin techo ni salario del miedo.
Esta crónica sobre la estela de Bukowski en Los Ángeles es quizá sólo una coartada. Un pretexto para escribir sobre el presente de un pueblo sacrificado, sus miserias y los fantasmas del régimen trumpista. Acerca del amor, la vida y la muerte, los grandes temas del viejo indecente. El tsunami de turistas empuja otra vez contra el Paseo de la fama. Imposible salir de la película de terror. “Y comprame una estrella en el boulevard / Eso es Californicación”, cantan la justa los Red Hot Chili Peppers desde el parlante de un auto que acelera por la avenida. Banda parida en este sitio inmundo. Música de cañerías.


Venecia americana
Hardcore escuchan los skaters en Venice Beach. Los muchachos del tablón vuelan por los aires en las ollas arenosas de la Venecia yanqui. Los pendejos escriben poemas con las rueditas. Venice es la playita bohemia y hippie del condado. Santa Mónica, su vecina, tiene un aura más nacional y popular, suerte de Mar del Plata californiana. Más al norte están Malibú, las mansiones de los ricachones, los surfers y las rubias taradas.
En Venice hay monumentos a los poetas del barrio. Cuatro bloques de hormigón armado grabados con 18 versos frente al paseo marino. En el parnaso figuran Jim Morrison, Philomene Long, Manazar Gamboa, Exene Cervenka y hasta Viggo Mortensen.

Del manso Río Rin al bravo Océano Pacífico, arden las aguas que llevan a la infancia. Heinrich Karl Bukowski nació el 16 de agosto de 1920 en la ciudad alemana de Andernach. A los tres años dejó atrás el Viejo Mundo. Sus viejos lo trajeron a Estados Unidos para gambetear la malaria europea y hacerse la América. Cuando pisaron suelo gringo lo bautizaron “Henry”. Primero pararon en Baltimore, en la costa este que besa el Atlántico. Al poco tiempo levantaron campamento. En el horizonte apareció California. El barrio de South Central fue su nuevo hogar.
Ningún “hogar dulce hogar”, entre las golpizas del padre milico, los problemas de acné crónico y el amor que brillaba por su ausencia. Recuerda en La senda del perdedor: “De acuerdo, Dios, dime que estás ahí realmente. Tú me has metido en este lío. Quieres probarme. Supón que te pruebo yo a ti. Supón que yo digo que no estás aquí. Tú me has dado una prueba suprema con mis padres y mis granos. Creo que he aprobado tu examen. Soy más duro que tú. Si ahora mismo bajaras hasta aquí, escupiría en tu cara, si es que tienes una cara”.

En la pared de un baño público de Venice, frontera difusa con la Muscle Beach donde los culturistas tallan sus cuerpos con el plomo de las pesas, se leen versos de Bukowski sobre su infancia. Rezan: “Los locos pueden encontrar otros agujeros donde arrastrarse. / Yo solía caminar por ese muelle cuando tenía 8 años”.

La biblioteca en llamas
Arde el Downtown. Estallan bombas lacrimógenas, granadas de aturdimiento y balas de goma en el centro de la ciudad. Los ejércitos de la noche trumpista están hambrientos. Hay cacería de migrantes en la calle Alameda frente a la Autopista 101. Corremos para el lado de Chinatown hasta que las piernas no dan más. Los Robocops azulados tiran a mansalva. Las columnas protestan contra las redadas. Arden fogatas en las calles, también un par de autos Waymos, engendros piloteados por Inteligencia Artificial. Nubes negras suben al cielo, crepitan las brasas de la pueblada californiana. Para llegar a la Biblioteca Pública, lo más importante es saber atravesar el fuego.

Lejos del infierno, la Biblioteca Central de Los Ángeles es un paraíso enclavado al 600 de la W 5th Street. En sus salones, Bukowski se hizo escritor y quemó sus pestañas leyendo a Dostoievski, Céline, Hemingway y su amado John Fante, pluma filosa angelina. El edificio combina dosis desparejas de arquitectura del antiguo Egipto y el Renacimiento mediterráneo. Mosaicos celestiales, estatuas de esfinges y una pirámide que representa la “luz del aprendizaje”. Los frescos de los techos son dignos de una Capilla Sixtina laica. En 1986, un demente la prendió fuego y casi quedó hecha cenizas. Al enterarse, Bukowski escribió el poema «El incendio de un sueño»: “La vieja Biblioteca Pública de Los Ángeles / ha sido destruida por las llamas. / Aquella biblioteca del centro. / Con ella se fue / gran parte de mi / juventud.”


Jeremías era joven y fuerte cuando llegó a L.A. desde New Jersey. Pero ahora anda sin ángel de la guarda. Manguea puchos en la avenida Broadway, de noche y de día. Cuenta que anda con mala pata: el fentanilo, la falta de techo, los recortes en el seguro médico, la pierna amputada. Polaroid de Estados Unidos en la era republicana. Jeremías me indica el camino hasta la Terminal Annex, el edificio del correo donde Bukowski se ganó la moneda como cartero y clasificador. Detestaba ese laburo, que fue la materia prima de su primer cross a la mandíbula: Cartero, novela publicada en 1971, cuando tenía 50 años. Después se tiró de cabeza a la literatura: “Si vas a intentarlo, ve hasta el final. / Esto puede significar perder novias, / esposas, / parientes, / trabajos y, / quizá tu cordura. / Ve hasta el final”.
El final del día es en El Monje Loco, el carrito de María. Ofrece platazos de la gastronomía mexicana en el cruce de las avenidas Western y Pico. Suenan rancheras al taco. María me cuenta que tiene tres hijos nacidos en Estados Unidos, que tiene los trámites de la residencia demorados, que no quiere que la separen de sus críos, que reza todos los días, que la Virgen de Guadalupe la protege. Dios te salve, María.


Elefante rosa
La casita resiste en el 5124 de De Longpre Avenue, barriada de West Hollywood, noroeste angelino. Bukowski la alquiló entre 1963 y 1973. Ahí parió buena parte de su obra. Pagaba 29 dólares al mes.
Una vecina con pocas pulgas que pasea a su perro me cuenta que en 2007, la casa estuvo a punto de ser demolida -la maldita gentrificación, estúpido-, pero una campaña popular la salvó del cadalso. Fue declarada monumento histórico y cultural en 2008. Cuando pusieron la placa frente a la casita, las crónicas recuerdan que un político dio un discurso: “Hollywood no es famoso por sus santos o por sus monjas. Siempre atrajo a gente complicada e importante, Bukowski definitivamente encaja en ese molde”.

Sus días postreros, antes de su muerte en 1994, el escritor los pasó en San Pedro, sur profundo del condado. Los huesos de Bukowski duermen el sueño eterno en el cementerio Green Hill Memorial Park. Su lápida es sencilla: tiene tatuada una imagen de un boxeador lanzando un trompazo a la vida y la inscripción Don’t try, “no lo intentes”.
La última curda en Los Ángeles no es en el bar Frolic Room ni en el refinado restaurante Musso & Frank. Con la billetera flaca llego sediento a Pink Elephant, licorería salvadora, favorita de Bukowski. Sólo queda beber birra hasta que caiga la noche en Hollywood. Y después, también. «
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